Aún recuerdo las noches oscuras y húmedas en la playa, contemplando de fondo las estrellas brillantes. De cerca, las punteras de las cañas se movían al compás de las olas mientras yo, con la pura impaciencia de un niño, le decía a mi padre que se agitaban demasiado y que, quizás, había un pez enganchado. Me mentía a mí mismo, necesitaba ver cómo aquellas punteras de fibra se doblaban tintineando ritmos alegres.
Ir a pescar se convertía en un festival de rituales. Todo tenía un orden que me atraía: había que montar las cañas, los carretes, los aparejos, los anzuelos… Me fascinaba la técnica minuciosa de pasar la aguja sin que la lombriz catalana, tan delgada como de costumbre, se partiese en dos. También recuerdo el farol de gas, la mesa de camping, la sal que se aferraba a todo el material de pesca, deteriorándolo, las sillas plegables, los pantalones arremangados para caminar sobre la arena y, cómo no, el cubo que llenaba con toda la ilusión del mundo, esperando que así el pescado del mar estuviese preparado para entrar en el agua contenida. No siempre pescábamos, pero ahora me doy cuenta de que me daba igual: lo había pasado bien.