El regalo de los Dioses

Por muy bien que lo hagamos nunca estamos preparados para las ofrendas que la propia naturaleza nos entrega. Pero en mi fuero interno, cada día que salgo a la mar, sé que mi esfuerzo, mi trabajo, el espíritu de mi pasión y el amor de mi familia me llevarán a conseguir algunas de mis metas.

Claro que toda esta energía, poética en parte, junto con la fe de una técnica que en manos de expertos pescadores de diferentes modalidades y en diferentes localidades ha dado extraordinarios resultados, me da la fuerza necesaria acompañada de una paciencia infinita que a la postre ve cumplido uno de mis sueños.

Imágenes espectaculares, que con su recuerdo lleva el frío de cada mañana hasta la superficie de mi piel erizando mis vellos, calentando mi corazón y acelerando mis pensamientos, compartiéndolos con todos vosotros a través de mis escritos.

En un solitario amanecer, buscado por las condiciones que son necesarias para convertirnos en un depredador marino por afición, pero lejos de la misantropía, antes de deslizar mi kayak sobre estas tranquilas aguas mediterráneas, me sumerjo en un baño de luces y penumbras, repasando una y otra vez todos y cada uno de los detalles, que por insignificantes que parezcan, pueden suponer el éxito o el fracaso en cada una de las aventuras que emprendo en una jornada de pesca.

En esta ocasión, los señuelos artificiales, junto con mi astucia y pericia para presentarlos en el momento adecuado, serán las armas que voy a llevar hoy a este mar, nuestro querido mediterráneo. Cada caña para cada cosa, cada señuelo talismán para cada técnica, equipos equilibrados, asegurados por si acaso, una dotación lista para la acción que empuñaré para una lucha armonizada con los sonidos de líneas corriendo y carretes apretados en su justa medida para agotar el pez y asistir a su rendición, siempre a babor de mi embarcación, para darme la oportunidad de subirlo a bordo.

Las primeras paladas, ilusionadas por la bajada de las temperaturas, tanto del aire como del agua, que anuncian la inminente llegada de las lubinas, van acompañadas por el magnífico movimiento de mi blanquecino reclamo, que a unas cuantas brazas de la estela de mi kayak y sujeto por un invisible y fluorocarbonado bajo, mueve el puntero de mi caña de curri cual si fuese una varita orquestando la sinfonía de sensaciones que muchos de vosotros experimentáis cada día y que hoy me hacen disfrutar de cada instante a la espera de la tan deseada picada.

Atento al dibujo que nuestro fiel acompañante presenta en su pantalla, sus trazos me avisan de la llegada a la zona en la que pondré una vez más a prueba mi equipo. Sus reflejos plateados huyendo en todo momento de un pequeño y anaranjado cefalópodo, respuesta a un sutil movimiento de muñeca y a un ligero y constante alzado de brazos, incita el ataque.

Su picada es brusca, decidida, poderosa. Su carrera fuerte, enérgica. Sus cabezazos… increíbles. Es una buena pieza. Confiado en la justa tara del equipo, desde el bajo hasta la caña, sin olvidar la línea y el carrete, sostengo la lucha esperando con paciencia el momento justo para acercar al dueño indiscutible de este acuático elemento al límite de la vida o la muerte, una superficie que por momentos se ilumina con los reflejos de sus escamas, con sus colores de guerra, encendidos por el estrés del combate y que poco a poco se apagarán sobre la cubierta de mi kayak.

Un hilo de sangre sobre su costado me despierta del sueño cumplido, embriagado de adrenalina. Un movimiento automático guía mi mano en busca del afilado puñal que dará fin al sufrimiento y agonía de este espléndido contrincante. Pero hoy la ausencia de mi cuchillo en el lateral de mi pierna izquierda dará lugar a la improvisación y tendré que utilizar el pasapeces puntiagudo para llegar por debajo de sus branquias al lugar que dará fin a su sufrimiento.

Asegurado con un cabo y un par de mosquetones, lo deposito a mis espaldas, contemplándolo una vez más, a la vez que he abierto el pick-up del carrete para sumergir de nuevo el letal engaño. Aún no había girado mi cabeza hacia adelante que mis sentidos me avisan de la loca carrera que la línea estaba emprendiendo sin resistencia alguna, síntoma inequívoco de que como muestra de su territorialidad, o bien en su desmesurada y hambrienta carrera, otro pez había sucumbido a los encantos argentados de mi querido señuelo.

Rápida reacción, clavada precisa y recuperación apresurada, que no alocada, me llevan al inicio de una pelea en la que, por esta vez, el pez había tomado la ventaja irremediable que el recogimiento de la primera captura con sus últimos coletazos en la popa de mi embarcación le había proporcionado. En su huida había encontrado refugio en la primera oquedad rocosa a su alcance… era el momento de confiar en el equipo, de repasar mentalmente la deriva, calcular trayectorias y ubicar el kayak en el lugar más adecuado para poder ejercer presión sin llegar a la temible rotura de la línea, o del bajo, en su roce con el saliente del improvisado abrigo.

Unos minutos después la paciencia da sus frutos, de nuevo los continuos movimientos del primer tercio de la caña me indican, sin lugar a dudas, que el pez ha abandonado la cueva en busca de aguas abiertas. Un hecho que le llevará sin demora hasta la superficie para acompañar a su congénere, dando fin a una inolvidable jornada de pesca.

La majestuosidad de este increíble depredador sigue presente incluso en su inerte mirada, una imagen grabada a fuego en mi memoria… sin duda, un regalo de los Dioses.

Un saludo y buena pesca
Arturo “Caballa”
©PESKAMA2010